Autor: Jennifer Mesa Marín, Universidad de Sevilla
Imagine, por un momento, que sus pies están anclados al suelo. Si tiene sed, no puede ir a por un vaso de agua. Si tiene hambre, no puede ir a por comida. Si le da el sol, no puede moverse hacia la sombra. Parece complicado sobrevivir así, ¿verdad? Pues así viven las plantas. Fijadas al suelo, expuestas al ambiente y solo pueden usar lo que tienen a mano.
Esto hace que su crecimiento se vea muchas veces limitado. ¿Qué pasa cuando esa planta es un cultivo que va a servir de alimento a una población que aumenta cada vez más, y que demanda más y mejores alimentos? Que el ritmo de la naturaleza no es suficiente para compensar el ritmo de producción y consumo de la sociedad. De ahí el uso de fertilizantes.
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Pan para hoy, hambre para mañana
Fertilizantes y pesticidas aportan los nutrientes necesarios que la planta no puede ir a buscar y la defienden de enfermedades e insectos. Esto incrementa la producción de alimentos, pero trae otros problemas. Por un lado, la calidad del alimento se puede ver mermada y, por otro, se altera la salud del suelo a largo plazo. De hecho, a día de hoy, un tercio del suelo de nuestro planeta se encuentra de moderada a altamente degradado.
Por ello, se buscan alternativas más ecológicas (y asumibles económicamente) para mantener la producción de los cultivos sin perjudicar el medio ambiente. Una de estas alternativas es el uso de bacterias.
¿Pero las bacterias no son malas?
Las bacterias siempre han tenido muy mala fama. Sabemos que provocan enfermedades como salmonelosis, legionelosis o gonorrea. A la mente nos viene ese anuncio de producto de limpieza que acaba con la suciedad y las dichosas bacterias de nuestra casa. ¿Cómo puede ser bueno algo así?
Pues bien, bacterias hay por todas partes. En el aire que respira, en su cuerpo, en su comida, en el botón del ascensor que pulsa para subir a casa, en la pantalla de su móvil, etc. Si todas fueran perjudiciales, tendríamos un serio problema.
Algunas son potencialmente perjudiciales, otras beneficiosas y otras, simplemente, conviven con nosotros en armonía. Y por supuesto, el suelo no es una excepción. En el suelo hay bacterias. Muchas bacterias. En un solo gramo de suelo sano, puede haber mil millones de bacterias. Pensémoslo de nuevo. En una cucharada grande de suelo hay más bacterias que habitantes tiene todo el planeta Tierra. Y en él, cumplen funciones muy importantes para mantener su viabilidad.
Las bacterias como fertilizantes vivientes
Muchas de estas bacterias no están en el suelo por casualidad. Algunas han conseguido establecer un pacto con las plantas, y a lo largo de los años se han adaptado a vivir con ellas.
Las bacterias se alimentan de lo que las plantas excretan por sus raíces y, a cambio, les hacen algunos favores. Por ejemplo, hay bacterias que producen hormonas vegetales que aumentan el crecimiento de las raíces. También ayudan a la planta a tomar nutrientes del suelo.
Elementos como el nitrógeno, el hierro y el fósforo son fundamentales para las plantas. Muchas veces, en el suelo hay cantidad suficiente de estos elementos, pero en formas en las que los vegetales no los pueden tomar. Es como si estuviéramos sentados sobre una montaña de granos de café, pero no pudiéramos tomar ni una taza. Necesitamos transformarlo. Eso hacen las bacterias por distintos mecanismos fisicoquímicos.
Por si fuera poco, también son capaces de producir compuestos contra determinados insectos, hongos y otras bacterias patógenas. Así, hay bacterias que son capaces de actuar como auténticos fertilizantes y pesticidas vivientes, y se estudia su uso como fertilizantes naturales en una gran variedad de cultivos.
Bacterias y fresas
La fresa es uno de los cultivos donde se estudia el uso de fertilizantes bacterianos porque constituye un motor económico y social fundamental para España, en especial para Andalucía. El problema es que su cultivo intensivo hace que necesite una gran cantidad de fertilizante y agua. Como consecuencia, los residuos contaminan suelos, aguas superficiales y subterráneas.
Si trasladamos esto al Parque Nacional de Doñana y su entorno, donde hay grandes extensiones de cultivos de fresa, la situación se agrava más. En la actualidad, en un proyecto financiado por la Junta de Andalucía estamos probando a usar fertilizantes bacterianos seleccionados en cultivos de fresa con fertilizante y riego reducidos un 30 %.
Reducir riego y fertilizantes no solo supone un alivio medioambiental, sino también una considerable rebaja de la inversión económica que hace el agricultor. En invernadero, se ha comprobado que las plantas regadas con una solución bacteriana no consiguen llegar a crecer igual que las tratadas con la cantidad de fertilizante y riego habituales. Sin embargo, es curioso el hecho de que logran producir casi las mismas fresas, en cantidad y tamaño.
Tras estas pruebas en invernadero, actualmente se están llevando a cabo pruebas en fincas reales en la provincia de Huelva, y habrá que esperar un poco para conocer los resultados. Por supuesto, son primeras tomas de contacto que hay que pulir hasta conseguir el efecto deseado. También hay que seguir trabajando en aspectos importantes para su aplicación, como la duración de su efecto, el estado del suelo y de las aguas a largo plazo, etc.
Parece que el uso de bacterias supone una promesa consistente para contribuir a desarrollar cultivos que necesiten menos fertilizantes y pesticidas químicos y riego. Sin embargo, hay que seguir trabajando en algunos aspectos relacionados con su aplicación a gran escala y a largo plazo. Y por qué no, esta estrategia ecológica iría muy bien acompañada de un replanteamiento del consumo y la producción en nuestra sociedad actual.
Jennifer Mesa Marín, Investigadora en Microbiología Ambiental, Universidad de Sevilla
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
Más información: NTJ05F Productos fertilizantes de jardinería.